Transitaba una noche, buscando un vaso comunicante que me llevara a una de las arterias saturadas de la Querendona metrópolis. Las luces amarillas me llevaron a encontrarme con los ojos brillantes que sobresalían entre la multitud. Ella detenida en una esquina, esperando pasar hacia el otro lado, yo también abriéndome paso aunque estático. Ella una mujer negra entrada en años, algunas canas brillantes entre sus crespos me lo indicaron, con sus hombros lustrados que sobresalían de su ajuar caribeño, el mismo que combinaba perfectamente con la ponchera de color gris achatada por el uso… Sobre la cual se exhibían las delicias que me hicieron la noche.

¿Que llevas ahí? Le pregunté.

Alegría, cocadas de piña, de leche, de ajonjolí… me sonrió.

Alegría, la que me da con eso que escucho… ¿Bolitas de Tamarindo, tienes también? Le pregunté de nuevo.

Ojalá niño… por estos días está difícil de conseguir. Y terminó la frase con un suspiro.

¿Y ese suspiro mujer?

Esas bolitas de tamarindo… cuando mis hermanas y yo éramos niñas, hacíamos bolitas de tamarindo, mi papá despelucaba un arbolito que había en el patio de la casa, mi mamá las traía y apilaba en el centro, alrededor nos sentábamos todos a extraer esa pulpa ácida y luego la mezclábamos con azúcar blanca… amasar suave pero con firmeza hasta crear esa bolita consistente; esa era la tarea de muchas tardes. Mientras cantábamos amasábamos y eran muchas, muchas bolitas y más bolitas, entre las que probábamos primero lo ácido y luego lo dulce… y luego a compartirlas con los vecinos, con los amigos, con las visitas que llegaban a la casa… ahhh niño ese fue mi primer trabajo, así aprendí a querer esto que hago. Porque cuando amaso bolitas de tamarindo, ellos vuelven a mí, papá y mamá, mis hermanas y primos y vecinos y el canto, y el patio de mi casa… y la niñez, que es lo más bonito que he vivido.

Mientras la negra me hablaba, aumentaba el brillo de sus ojos y aunque la corneta estruendosa del cacharro detrás de mí precipitó la dulce transacción… me la llevé en la mente y me endulzó el corazón.

Quizás ese deba ser nuestro mayor propósito, hacer memorables los días de quienes están aprendiendo a degustar la vida, reforzar eso en lo que nuestros niños son más fuertes para que sean biónicos, humanos superdotados de sensibilidad, compasión, solidaridad, con la capacidad de ser felices en eso que los inspira para que así puedan compartir su felicidad con otros. Crear más oportunidades para que nuestros niños crean en sí mismos y por ende puedan construir relaciones de confianza que nos lleven a un mañana mejor.

Por eso y mucho más que está por venir, que viva la Dulce niñez!!!